lunes, 22 de agosto de 2011

Aprendizaje por imitación

La duplicación de seres y mentes goza de una rica historia en la cultura humana, tanto en el terreno de la fantasía como en el de la investigación científica. En esta última encontramos hitos relativamente significativos, como la oveja Dolly—que nació ya vieja—o la modelación de competencias extraordinarias mediante la PNL (Programación Neurolingüística). En la cotidianidad, sin embargo, podemos asistir a fenómenos de clonación más eficaces y potencialmente mucho más peligrosos, porque son imperceptibles para la mayoría de nosotros.

Los seres humanos, desde siempre, aprendemos por imitación y en buena medida somos el resultado de la sociedad en que vivimos. Pero recién en 1996 pudimos comenzar a comprender la razón de este aparente misterio. En ese año, el equipo de Giacomo Rizzolatti, de la Universidad de Parma (Italia), logró identificar ciertas neuronas cuyo comportamiento resultó sorprendente. Hacían que el cerebro de un mono, que observaba a otro realizar determinadas acciones, activara los mismos patrones neurales que el cerebro del mono observado. Por ese motivo, Rizzolatti las denominó neuronas espejo.

Estas neuronas fueron posteriormente investigadas en el cerebro humano por el neurocientífico Marco Iacoboni, quien las halló responsables del aprendizaje imitativo y de la empatía en nuestra especie. Su poder oculto se explica porque actúan a nivel no consciente y se distribuyen en todas las regiones del cerebro, sobre las cuales inciden.

Las utilizamos—sin saberlo—para aprender todo, desde las primeras sonrisas hasta una complicada danza o un deporte. Son capaces de producir sensaciones, movimientos musculares y sentimientos a partir de cualquier estímulo sensorial, no solo de la visión. Escuchar una frase o un sonido, oler un aroma, recordar una experiencia o leer un libro pueden hacernos revivir auténticas sensaciones, transportarnos muy lejos en tiempo o espacio y hasta prepararnos para grandes desafíos, a tal punto que la llamada visualización activa constituye uno de los mecanismos preferidos por los atletas de élite para entrenar habilidades particularmente exigentes.

Y también las utilizamos para conectarnos con los demás, para comprender su mundo interior y para vincularnos afectivamente a través de esas increíbles fuentes de información emocional que son las expresiones faciales y el tono de voz. Por este motivo, el neurocientífico indio Vilayanur Ramachandran las denominó neuronas de la empatía. Ellas completan el puente entre la ciencia y las filosofías orientales, que afirman que todos somos un solo ser, porque tienen la virtud de eliminar las barreras materiales para, realmente, hacernos sentir el dolor o la alegría de un semejante. Pero también están implicadas en la imitación de la violencia y de otras conductas destructivas, que se encuentran directamente vinculadas con nuestros instintos más primitivos.

Lo queramos o no, entonces, nuestra conducta influye en los demás y nada podemos hacer para evitarlo. El tiempo en que nos exponemos a la interacción con otras personas posee una relación directa sobre la probabilidad de “contagiarnos” y hace que determinados ámbitos sociales—como las organizaciones—constituyan el caldo de cultivo de buena parte de las conductas aprendidas en la adultez. Aquí nos entrenamos en el engaño, en la corrupción y en las adicciones, pero también se nos adhieren los comportamientos altruistas, la responsabilidad, el sentido del deber, la paciencia y el buen humor. Dime con quién andas…

Cuanto mayor sea la visibilidad del modelo, mayor será la probabilidad de que su comportamiento sea imitado por quienes le observan. Cuanto mayor sea la cercanía con éstos, más poderosa y subliminal será su influencia. Cuanto más elevada su jerarquía, más veloz la respuesta imitativa. Y a mayor actividad práctica involucrada, más profundamente se fijarán las conductas en nuestro cerebro.

Si tenemos la misión de conducir un equipo, estas reflexiones pasan a ocupar un lugar de privilegio en nuestros criterios de comportamiento. El Biolíder comprende que está gestionando el mecanismo más complejo y poderoso de la naturaleza—su propio cerebro—y comprende, también, que su equipo enfrenta un desafío similar. El proceso involucra un ciclo retroalimentado de enseñanza-aprendizaje y debe ser apoyado mediante una inteligente utilización del mismo recurso que intenta modelar.

Para lograrlo, el Biolíder abre caminos, los explora y vuelve sobre sus pasos para acompañar a su equipo hacia la meta, señalando los obstáculos y construyendo los puentes con su ayuda. Se apoya en los demás y también los apoya. Conoce sus propias capacidades y también sus límites, así como los límites de sus colaboradores, cuyas fronteras propone expandir continuamente. No ordena, invita. No sanciona, apoya. Puede equivocarse como cualquiera, pero lo reconoce y aprende. No posee la autoridad, sino que ejerce cabalmente una responsabilidad que lo engrandece y lo hace respetable. Y es el respeto—no el “don de mando”—lo que le concede verdadera autoridad.

La coherencia que el Biolíder imprime a su conducta crea las condiciones para que su equipo incorpore similares virtudes. Por eso, las competencias del Bioliderazgo no pueden ser “enseñadas” desde afuera, sino que deben ser clonadas desde adentro, a partir de la fuerte motivación que inspira un verdadero Biolíder, y manifestadas consistentemente en el día a día. Porque la palabra clon proviene del griego, en cuyo idioma significa retoño. Y retoño, en el nuestro, es el vástago o tallo que echa de nuevo la planta—una multiplicación del ser original que continúa la misión vital de la matriz.

Jorge Carrizo Moyano


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